sábado, 3 de marzo de 2012

¿Dónde está el alma de Madrid?

Últimamente cuando bajo a Madrid no puedo dormir  y, a pesar de las horas de insomnio, aún no he podido descubrir “objetivamente” a qué se debe.
Esta mañana me dirijo a realizarme una revisión rutinaria al Hospital de La Paz. Es increíble, por cierto, como dependiendo del momento político, los médicos son capaces de hacerte sentir un inconsciente por dejar pasar 2 años sin revisarte el pecho, o una irresponsable por malgastar los recursos sin tener síntomas. Y eso que esta vez habían pasado 6 años desde la última revisión. No importa, sonrío a la doctora que con tanta amabilidad me ha tratado y le agradezco su tiempo.

Continúo mi ruta, arreglando papeles y haciendo gestiones. Cuando uno “baja” a Madrid, si puede, hace todos los recados el mismo día. Y mientras camino entre gente y trasbordos de metro miro a mi alrededor y me pregunto en qué momento comenzamos a caminar mirando al suelo, en qué momento a pesar de mirar al suelo, pasamos por encima de personas que duermen, que piden limosna, y no los vemos, y aceptamos como normal que ellos ocupen ese lugar en nuestro mundo. Me pregunto a dónde vamos tan deprisa, por qué las miradas no se cruzan, por qué las miradas no sonríen.
Aprovecho y entro a comprar un libro que necesitaba. Me puede la debilidad y salgo con 3 libros y casi 50 euros menos. Me abre la puerta un señor que vende Kleenex. Supongo que cuando en el colegio le preguntaban que quería ser de mayor, nunca se le ocurrió decir “¡vendedor de Kleenex!”. De hecho, aunque trabajo a diario con niños, nunca he escuchado esa profesión en la boca de ninguno. Abro el monedero en busca de algo suelto y no hay nada. Me acuerdo del billete de 5 euros que tengo en el bolsillo, pero no lo saco. Le digo “lo siento” y sigo caminando. Con mucho sentido común he gastado 50 euros en la Casa del Libro, pero tal vez 5 euros sean demasiado para un simple vendedor de kleenex. Finalmente paro, doy media vuelta, saco los 5 euros y se los entrego. Y lo hago, no por el hecho de que ese billete pueda o no cambiar su vida, o la mía, sino porque necesito romper el pensamiento de que 5 euros es mucho dinero para compartir con ese señor que no conozco de nada y que a saber en qué se lo va a gastar. Como si gastárselo en libros, en ropa, en un coche, en un ipad o en lo que a cada uno le dé la gana fuese más digno que gastárselo en un bocadillo, tabaco o unas cervezas.

La mañana comienza a antojárseme especialmente intensa y decido dejarme llevar y seguir sintiendo. Continúo mi camino a pie en lugar de coger el metro. El día está soleado y seco, y mientras respiro Madrid y dejo que me inunde, la alergia primaveral que este año me acompaña en febrero, intenta por instantes hacerse protagonista.
Sigo entre la gente, fuera de la gente, alrededor y dentro de la gente. Y así, mirándoles de a uno, se van convirtiendo en personas… y veo adolescentes y me pregunto cuáles serán sus sueños, y veo a gente sola, y grupos de gente que gritan, que hacen fotos, abuelos que pasean a sus nietos, señores que leen el periódico… y me pregunto cuáles serán sus sueños, cómo se sentirán cuando regresen a sus casas y cierren la puerta a este mundo al que pertenecen por el día: ¿serán felices? ¿Tendrán amor? ¿Disfrutarán la calma y el silencio? ¿Podrán escuchar? ¿Serán escuchados?

Ya casi llego, pero sigo caminando. Y veo ancianos con bastón, en silla de ruedas, en silencio, con la mirada perdida, y una mueca de sonrisa permanente en la cara, una mueca de aceptación de lo que les toca en la vida. Miro a quienes les acompañan y veo silencio, miradas ausentes, seres ajenos unos a otros, ajenos a lo que hacen, a lo que comparten, a lo que les toca, ajenos a sí mismos.
Sigo mirando y camino. Y lloro. Las lágrimas empiezan a caer por las mejillas una tras otra, lentamente, muy despacio. La vida es hermosa, pero hay tanto sufrimiento absurdo, tanto dolor sin sentido, tanta soledad en una ciudad llena de gente, y de casas, y de cosas…

Este Madrid me regaló personas a las que amo, personas que marcaron la diferencia, personas que colorean mi vida, y con las que el tiempo se para cada instante. Este Madrid también es el mismo en el que crecí, en el que compartí abrazos, en el que me enamoré y besé por primera, por segunda, por tercera vez.  Es el mismo donde tantas veces he sonreído, y he celebrado la vida durante mañanas, tardes y noches inolvidables. El mismo donde se forjaron inquietudes y sueños entre cervezas, conversaciones en parques y plazas, y donde aprendí a mirar al cielo tumbada en el césped, justo en esas horas en las que tal vez, debía estar en clase mirando la pizarra.

Sé que Madrid, como toda moneda, tiene su cara y su cruz, pero hoy mientras me alejo de ella.... también sé por qué no la echo de menos.